Cantar de los Cantares

MENSAJE N °
8
Por Jack Fleming
Cantares 8 escuchar en MP3
Cant. 5: 6 - 16
"Abrí yo a mi amado, pero mi amado se había
ido, había ya pasado, y tras su hablar salió mi alma. Lo busqué,
y no lo hallé, lo llamé, y no me respondió. Me hallaron los guardas
que rondan la ciudad, me golpearon, me hirieron, me quitaron mi
manto de encima los guardas de los muros. Yo os conjuro, oh
doncellas de Jerusalén, si halláis a mi amado, que le hagáis saber
que estoy enferma de amor". Las amigas le dicen: "¿Qué es tu amado más que otro amado, oh la más hermosa de
todas las mujeres? ¿Qué es tu amado más que otro amado, que así nos
conjuras?" La esposa responde: "Mi amado es
blanco y rubio, señalado entre diez mil. Su cabeza como oro
finísimo, sus cabellos crespos, negros como el cuervo. Sus ojos,
como palomas junto a los arroyos de las aguas, que se lavan con
leche, y a la perfección colocados. Sus mejillas, como una era de
especias aromáticas, como fragantes flores, sus labios, como lirios
que destilan mirra fragante. Sus manos, como anillos de oro
engastados de jacintos, su cuerpo, como claro marfil cubierto de
zafiros, sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre basas
de oro fino, su aspecto como Líbano, escogido como los cedros. Su
paladar, dulcísimo, y todo él codiciable. Tal es mi amado, tal es
mi amigo, oh doncellas de Jerusalén".
En el verso dos, ella se ha referido a un sueño inquietante:
"Yo dormía, pero mi corazón velaba". Y es posible que en el verso 5
donde iniciamos nuestra lectura, ella escuchara en sueños la voz de
su amado: "Mi alma salió en su hablar... Al escucharlo se me escapa
el alma".
Se ha producido nuevamente una separación con su amado,
ella se inquieta y alarma. Anteriormente ella había perdido su
presencia palpable, pero ahora su angustia era de una naturaleza
espiritual intensa, es el esposo quien ocupa su corazón, y no las
dádivas que él le había proporcionado.
Por alguna razón, ella
siente un agravio consigo misma, porque la fuerza de su espíritu no
es más fuerte que su fuerza exterior. Siente que es su
responsabilidad que no pueda ver el rostro de su amado.
En su
desconsuelo salió en busca de él: "Lo llamó, y él no respondió".
Parecía que sus oraciones eran inútiles. A ese grito de angustia,
acudieron los guardas que rondan la ciudad, pero ellos no solamente
no supieron cómo ayudarla, sino que peor aún, la
hirieron.
Decíamos que estos guardas representan a los líderes
religiosos. Ellos no supieron indicarle el camino correcto, y es
más, seguramente la reprocharon con palabras hirientes que le
causaron gran dolor.
Con justa razón nos advierte Dios en Col.4: 6
"Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que
sepáis cómo debéis responder a cada uno".
Estos hombres que se
suponía que estaban para ayudarla, no solo la golpearon hiriéndola,
sino que le quitaron su manto con el que se cubría, dejándola
expuesta a la humillación y al escarnio público.
Que triste es
cuando sabemos de un fracaso de un hermano, y nos encargamos de
publicarlo con un placer morboso que se refleja en la sonrisa de
nuestro rostro, en vez de llevarlo secretamente en oración a la
presencia del Señor.
Estos guardas la trataron con impiedad y
brutalidad, quitándole su manto y exponiéndola a la vergüenza
pública. Cuando no encontró la ayuda que necesitaba entre los
líderes religiosos, se vuelve hacia aquellos que eran de un nivel
espiritual más bajo que ella.
En su angustia pensó que las hijas
de Jerusalén podrían al menos simpatizar con ella, aunque estaba
consciente de la falta de madurez que tenían, porque con un tono de
duda les dice: "si halláis a mi amado", ella abrigaba la esperanza
que al menos estas doncellas oraran por ella.
Su grito de
angustia fue: "estoy enferma de amor". Esta enfermedad se debía a su
profunda hambre y sed por el amor de su esposo.
"¿Qué es tu amado
más que otro amado, oh la más hermosa de todas las mujeres? ¿Qué es
tu amado más que otro amado, que así nos conjuras?".
Ellas eran
de un nivel espiritual muy pobre, pero tenían la capacidad para
reconocer que ella era "la más hermosa de todas las mujeres". Aun
dentro de su mediocridad, podían ver la belleza espiritual de ella;
su belleza no podía desaparecer, porque ella poseía una belleza que
no se marchita.
Pero estas doncellas no conocían a Cristo, ellas
no tenían la espiritualidad ni el amor de la esposa, por esta razón
lo comparan con otros. Para los que somos de él, Cristo no se puede
comparar con ningún otro.
Ellas, sorprendidas por la angustia que
afligía a la doncella, le preguntan ¿Qué has visto de extraordinario
en él, para que nos supliques con tanto dolor para que te ayudemos a
encontrarle?
Esto le da a la sulamita una magnífica oportunidad
para describir en detalle las características de su amado: "Mi amado
es blanco y rubio, señalado entre diez mil".
Habla de su hermosa
santidad. Sl. 110: 3 "En la hermosura de la santidad". Este atributo
divino es el que envuelve a todos los demás, y es el que le otorga
la belleza sin igual que es única de él.
"Blanco", pero no un
pálido de muerte, es blanco rubio. Su cutis es blanco y sonrosado,
como el de los que llevan una vida al aire libre.
"Su cabeza como
oro finísimo". Esto nos habla de su divinidad, porque en él habita
corporalmente toda la plenitud de la Deidad. Él fue establecido por
Dios como Cabeza sobre todas las cosas.
"Sus cabellos crespos,
negros como el cuervo". En él no se ve ni un solo cabello blanco,
porque Jesús es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.
"Sus
ojos, como palomas junto a los arroyos de las aguas, que se lavan
con leche, y a la perfección colocados". La expresión de los ojos es
para aquellos que han estado muy cerca de él, aquí vemos la
cercanía que ella había disfrutado junto a su amado.
Se había
deleitado contemplando su rostro y cada expresión de él. Ahora puede
detallar con mucha precisión sus ojos, los cuales los compara como a
palomas junto a los arroyos.
No podemos dejar de relacionarlo con el
descenso del Espíritu Santo sobre el Señor Jesucristo cuando estaba
en las aguas del Jordán.
"Junto a los arroyos de las aguas". Nos
indica la refulgencia de sus ojos que se iluminaban con tierno
afecto. Seguramente recordamos esa mirada del Señor que hizo
estremecer y llorar amargamente a Pedro, cuando éste se hallaba en
el patio del sumo sacerdote y negó al Señor.
"Sus mejillas, como
una era de especias aromáticas como fragantes flores". Para su
amada, sus mejillas eran muy delicadas y de gran estima.
En cambio
para el pecador ciego y miserable, fueron motivo de escarnio. Dice
en Is.50: 6 "Di mi cuerpo a los heridores, y mis mejillas a los que
mesaban la barba, y no escondí mi rostro de injurias y de
esputos".
El Señor sabía exactamente a los sufrimientos y
humillaciones que sería expuesto, pero nada le detuvo en su firme
determinación de venir a este mundo para culminar la obra de nuestra
redención.
Confirma el evangelio de Mateo el cumplimiento de esa
profecía: "Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la
cabeza", porque le habían colocado una corona de espinas, y con esos
golpes la enterraban en su cabeza para aumentar el tormento.
Pero
los que le amamos, sus mejillas son como "era de especias
aromáticas, como fragantes flores".
"Sus labios, como lirios que
destilan mirra fragante". En cierto modo los lirios nos hablan de su
realeza. En el evangelio de Mateo nos dice: "Considerad los lirios
del campo... ni aun Salomón con toda su gloria se vistió así como
uno de ellos".
Sus labios, como lirios que destilan mirra
fragante. Cuan dulces fueron las palabras que destilaron de los
labios de Jesús, que hasta sus enemigos tenían que reconocer: Jamás
hombre alguno ha hablado como este hombre.
Como dijo el salmista:
"La gracia se derramó en tus labios". La mirra no solo indica la
fragancia de su gracia, sino también su identificación con la
muerte.
"Sus manos, como anillos de oro engastados de jacintos".
Nos habla de su realeza y poder. Él murió, no porque hombres impíos
así lo dispusieron, sino porque él mismo lo determinó, Jn.10: 18
"Nadie me la quita, sino que yo de mi mismo la pongo. Tengo poder
para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar".
"Su cuerpo,
como claro marfil cubierto de zafiros". Entre todas las joyas
preciosas, solo el marfil es vivo y producto del dolor. Nos recuerda
que su amor es algo vivo, y fruto del sufrimiento que lo llevó hasta
el Calvario.
"Sus piernas, como columnas de mármol fundadas sobre
basas de oro fino". Habla de su estabilidad, él es la Roca de los
siglos. El mármol, por su blancura, nos habla de su pureza y
santidad.
Apoyada sobre basas de oro fino, nos recuerda su
divinidad. Que segura está la iglesia que descansa sobre tal solidez
y poder.
"Su aspecto como el Líbano, escogido como los cedros".
El cedro es imponente y se remonta por sobre todos los árboles. Así
es nuestro Señor, señalado entre diez mil; sólo él se remonta hasta
las alturas de la santidad divina, porque únicamente él es Dios.
Añade: "Su paladar, dulcísimo, y todo él codiciable". Al
compararlo con un árbol y asociarlo con su dulzura, nos recuerda las
aguas amargas de Mara, donde Dios probó a su pueblo Israel y le
ordenó introducir en esas aguas amargas un árbol que Dios señaló, y
al instante las aguas se endulzaron.
Esa ha sido la experiencia de
los hijos de Dios, cuando nos hallamos en pruebas y amarguras,
introducimos en ellas la cruz de Cristo, y al instante son
endulzadas, porque él es dulcísimo.
Con profunda admiración
concluye esta alabanza llena de amor y fascinación por su amado:
"Tal es mi amado, tal es mi amigo, oh doncellas de Jerusalén".
Me
preguntasteis que tiene de especial mi amado, y les he dado solo
algunas reseñas, por qué él es tan especial para mí.
Cuan
diferente es la alabanza aquí descrita, con la practicada tan
recurrentemente en nuestros días por los así llamados "cristianos
modernos", cargados de emocionalismo y avivados artificialmente con
música de ritmos del mundo, aplausos, saltos y gritos.
Creen que
alabar es caer en estados de histeria donde se drogan con
adrenalina. Esas orgías emocionales están muy lejos de la auténtica
alabanza espiritual, que nos describe la Palabra del Señor de un
verdadero hijo de Dios.
Aquí vemos que alabar es abrir nuestros
corazones, para que la fragancia del espíritu nos remonte
plácidamente a las alturas de su santidad, hasta donde habita Dios
mismo.
Los carnales desprenden olor a sudor, pero los que son
guiados por el Espíritu Santo para alabar al Dios de orden y
santidad, exhalan quietamente, embelesados en su presencia, ese
aroma del espíritu que agrada al Señor, semejante al de esta
sulamita, o a María cuando estuvo a los pies de Jesús.
Que el
Señor quebrante nuestros corazones, para que el Espíritu pueda salir
del encierro que le hemos sometido, y así nuestras vidas y nuestro
hogar puedan llenarse de ese incienso aromático. "Y la casa se llenó
del olor del perfume". Que así sea.
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