N° 1
Por Jack Fleming
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Es el versículo más corto de la Biblia,
pero nos describe una situación que jamás podremos agotar con nuestro lenguaje
humano, es más, aún los seres angelicales contemplarían atónitos a su Creador,
sufriendo una experiencia totalmente nueva para el Rey de Gloria, dado que en
el cielo no existe lágrima ni dolor.
Vemos
al Señor Jesucristo enfrentar cara a cara a su enemigo final, la muerte. Él
descendió de la excelsa gloria tomando un cuerpo humano, y aquí le vemos en la
expresión más profunda de su humanidad, llorando ante la tumba de Lázaro.
Su
corazón se estremeció, experimentando una violenta tormenta dentro de sí, y fue
quebrantado hasta que sus lágrimas rodaron por su rostro divino.
Su
santa naturaleza se estremeció al contemplar con su humanidad, las trágicas
consecuencias del pecado. Un huracán sacudió su espíritu hasta hacer brotar
desde su alma, cual diamantes que rodaron por su rostro divino, lágrimas de
profundo dolor.
Pero
no escuchamos ni una sola palabra de consternación, ni de juicio, solo le vemos
llorar. El Santo, el Justo, quién nunca cometió pecado, lloró.
En
estas palabras hay infinitamente más, mucho más, que en cualquier mensaje que
el mejor predicador pudiera expresar con miles de palabras hermosamente
hilvanadas.
Colocad
bajo el microscopio del Espíritu este breve versículo, y turbará tu corazón
hasta lo indecible. ¡Oh! Espíritu Santo, ayúdanos a comprender las maravillas
de estas dos palabras, que mentes excelsas no pueden entender.
Leemos
en las Sagradas Escrituras que Abraham lloró, David también lo hizo, y muchos
otros grandes personajes de la Biblia lloraron. Pero lo que mentes finitas no
logran profundizar, es que Jesús, quien es Dios, el Dios de toda Consolación:
Lloró.
El
día que Adán pecó, toda la tierra quedó bajo maldición; espinos y cardos
brotaron. Desde entonces el dolor y las lágrimas han sido el común denominador
de todos los hombres, a través de toda la historia de la humanidad.
¿Existe
un hombre o una mujer que no haya llorado?
No lo hay. Curiosamente lo primero que hacemos al entrar a este mundo,
es llorar. Pero lo que nos llena de asombro es ver al Hijo de Dios, en quién
jamás se posó la más leve sombra de pecado, llorar.
Quisiera
desarrollar brevemente, cuatro verdades que se desprenden de este
versículo: Jesús lloró.
Primero
Su humanidad. No
fue un espíritu, fue exactamente lo que dice en 1Tm. 3: 16 “Dios manifestado en carne”. Él vino de la
gloria, nació de una mujer virgen y se presentó como uno de nosotros.
Nació
y creció en la familia que Dios le preparó. Él fue el único que pudo escoger la
familia en la cual nacer, y no lo hizo en el palacio de un rey, sino en el
modesto hogar de un carpintero.
Las
Sagradas Escrituras nos dicen que él ayunó y tuvo hambre. En el evangelio de
Juan capítulo 4 dice: “Jesús cansado del camino, se sentó así junto al pozo y
le pidió agua a una mujer, porque tuvo sed”. Y que podemos decir del grito de
angustia desde la cruz del Calvario cuando dijo: “Tengo sed”.
Ciertamente
llevó él nuestras enfermedades y sufrió nuestros dolores. Su humanidad fue
perfecta y completa, pero sin pecado. Nos dice el evangelio de Mateo capítulo 4
que aún fue tentado por Satanás, pero por cierto Cristo fue el vencedor.
Más
adelante puede enfrentar a sus enemigos diciendo: “¿Quién de vosotros me
redarguye de pecado? Y aún ellos tuvieron que callar, porque de nada podían
acusarle.
La
humanidad del Señor fue completa y real. Jesús lloró porque era hombre igual a
nosotros, pero continuó siendo Dios al mismo tiempo. Filp. 2: 6 dice: “siendo
en forma de Dios, no estimó el ser igual Dios como cosa a que aferrarse, sino
que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los
hombres; estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.
Cuando
dice que se despojó a sí mismo, se refiere a la naturaleza externa y visible de
su divinidad. Pero nunca dejó de ser Dios al mismo tiempo.
Muchas
veces hemos escuchado predicar sobre el “milagro” en monte de la transfiguración,
pero personalmente creo que fue precisamente allí donde descorrió por un breve
momento, el velo que encubrió el milagro que por 33 años ocultó a los ojos del
mundo su divinidad. Por decirlo de otra forma, allí en el monte no ocurrió
ningún milagro, sino por el contrario, en ese momento anuló por un instante ese
milagro de su vida terrenal donde envolvió Su divinidad.
Jesús
nunca dejó de ser Dios al mismo tiempo, aunque en su humanidad sufrió nuestras
limitaciones y emociones: Jesús lloró.
El
segundo punto que deseo destacar de este versículo, es que
no se avergonzó de sus limitaciones que él mismo se impuso en la carne. Por
ejemplo, nunca se avergonzó de su pobreza durante su vida terrenal, y pudo
decirle sin tapujos a aquellos que querían ser sus discípulos. Mt.8: 20
“Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Jesús le dijo: Las zorras tienen
guaridas, y las aves del cielo nidos; mas el Hijo del Hombre no tiene dónde
recostar su cabeza”.
Hasta
ese extremo llegaba la sencillez de vida del Señor. Esto, dicho de paso, es una
exhortación para que jamás nadie se sienta avergonzado si su condición
socio-económica es modesta; por el contrario, creo que debería avergonzar a
aquellos que se dicen ser “siervos” de Dios y viven disfrutando de tantas
comodidades que ni el Señor de la gloria las tuvo aquí en la tierra.
Él
pudo expresar públicamente sus lágrimas. Muchos de nosotros habitualmente
ocultamos nuestras emociones y ahogamos nuestras lágrimas, aún en
circunstancias de mucho dolor.
El
Señor hubiera podido ocultar sus emociones, pero él nunca actuó en forma que no
fuera natural, pues la sinceridad fue otro de los atributos que hermosearon su
carácter.
Seguramente
que entre los que le veían llorar, habría muchos que fueron testigos de los
grandes milagros que hizo el Señor, y dirían: “¡Mira! ¿No es el que sanó al
ciego de nacimiento? ¿No es a quién el
pueblo tiene por un gran Profeta? Y ahora está llorando”.
Pero
el Señor nunca se dejó influenciar por los prejuicios de la opinión popular. Él
siempre fue honesto y sincero en todo su actuar.
Y
¿cuántos de nosotros vivimos fingiendo para agradar a otros? Mentimos para
impresionar a nuestros amigos y vecinos. Hablamos grandezas para ocultar
nuestra verdadera situación económica; aunque también hay quienes poseen lo
necesario y más, pero dicen ser pobres.
Dice
Dios en Pr.13: 7 “Hay quienes pretenden
ser ricos, y no tienen nada; y hay quienes pretenden ser pobres, y tienen
muchas riquezas”.
Tratamos
de aparentar lo que no somos y nos transformamos en verdaderos actores de este
gran teatro de la vida. Pero cuando volvemos a la soledad de nuestra verdadera
realidad, la opresión y frustración emergen hasta ahogarnos en la angustia de
nuestra real condición.
El
cristiano no debe dejarse arrastrar por la hipocresía de la sociedad moderna.
Por el contrario, hemos de seguir el ejemplo que el Señor nos dejara, ser
siempre honestos y sinceros; sin fingir ni cambiar nuestra verdadera situación,
por temor a afectar nuestra reputación ante los demás.
Hemos
de aprender a ser nosotros mismos, a no dejarnos influenciar por la envidia ni
la competencia con otros, fingiendo lo que no somos ni tenemos.
El
tercer punto que podemos ver en este hermoso versículo, es
que él lloró por otros. No en vano dice: “Llorad con los que lloran”.
El
verdadero amor cristiano no se expresa con los que están satisfechos, ni con
los que tienen riquezas. Son muchos los que buscan la compañía de aquellos que
viven en prosperidad, pero el verdadero cristiano buscará, al igual que el
Señor, a los pobres de este mundo.
En
Lc.4 dice el Señor: “El espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha
ungido para dar buenas nuevas a los
pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón”. Y en el capítulo
14 añade: “cuando hagas banquete, llama a los pobres, y serás bienaventurado”.
Cuando
hacemos comidas especiales en nuestros hogares ¿Nos acordamos de esto que dice
el Señor? Él acostumbraba comer con los pobres de este mundo. Usted que se
define como cristiano ¿está siguiendo el ejemplo del Señor? ¿O prefiere
juntarse solamente con los más acomodados, o con los que son de “su” clase
social?
El
Señor se identificó con los pobres, con los que sufren, y nos consuela en todas
nuestras tribulaciones. Porque él llevó nuestras enfermedades y sufrió nuestros
dolores.
“Jesús
lloró”. Creo que él no lloró exclusivamente por la muerte de Lázaro, y aquí
deseo referirme al cuarto punto. Jesús lloró por usted y por mí.
El
relato bíblico nos dice que las hermanas de Lázaro enviaron a decirle al Señor,
quien se encontraba en otra ciudad, que Lázaro estaba muy enfermo. “Oyéndolo
Jesús dijo: Esta enfermedad no es para
muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado
por ella”. Y se quedó dos días más en el lugar donde estaba.
Luego,
siendo el Dios Omnisciente, supo exactamente el momento cuando Lázaro murió y
se lo reveló a sus discípulos diciendo: “Lázaro ha muerto; y me alegro por
vosotros, de no haber estado allí, para que creáis; mas vamos a él”.
Cuando
llegó a la ciudad de Lázaro, y frente a su tumba, dijo: “Quitad la piedra”. La
primera lección práctica que sacamos de este relato, es que el Señor no hace la
parte que nosotros podemos hacer. Los discípulos podían mover la piedra que
sellaba la tumba, pero solamente el Dios de la gloria podía darle vida.
Marta,
la hermana del que había muerto, le dijo: “Señor, hiede ya, porque es de cuatro
días”.
¿Por
qué pienso que el Señor, cuando se encontró frente a la tumba, no estaba
llorando solamente por Lázaro? Porque nos dice la Biblia que el Señor supo de
la gravedad de la enfermedad de Lázaro, y aún así se quedó dos días más en el
lugar donde estaba aguardando la muerte de éste, porque claramente le dijo a
sus discípulos: “Lázaro ha muerto; y me alegro por vosotros de no haber estado
allí, para que creáis”.
Cuando
el Señor llegó a la tumba, habían pasado cuatro días. Le dijeron: “Señor, hiede
ya, porque es de cuatro días”.
El
Señor supo de la muerte de Lázaro, y sabía que habría de resucitarle. Este
milagro fue necesario para robustecer la fe de sus discípulos, pues les dijo:
“me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis”.
Entonces
¿por qué lloró cuando se encontró frente a la tumba? Lloró, porque su corazón
se estremeció como un huracán en su pecho cuando se encontró cara a cara con su
enemigo final, la muerte. Y en ese cuerpo putrefacto él estaba contemplando lo
que el pecado hará finalmente a todos los seres humanos, a los que él creó a
imagen y semejanza de Dios.
Jesús
lloró, porque en ese cuerpo descompuesto, él estaba viendo a cada uno de
nosotros, porque la justicia divina
había dictaminado que: “la consecuencia del pecado es la muerte”. Y como todos
nosotros hemos pecado, ese será el final de cada uno de nosotros.
La
muerte es una prueba irrefutable que todos nosotros, sin excepción, hemos
pecado.
Pero
en este mismo pasaje el Señor nos da las buenas nuevas, un glorioso anuncio.
Con su autoridad divina nos dice: “Yo
soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y
todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente ¿Crees esto?
Es
el Dios de la gloria quien te hace esta pregunta: ¿Crees esto? Permita
el Señor que su Palabra penetre hasta lo más profundo de tu corazón y le
recibas como a tu Salvador personal. “Cree en el Señor Jesucristo y serás
salvo”. Que
así sea, Amén.
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